Los esposos Ethel y Julius Rosenberg fueron ejecutados en la silla eléctrica de la cárcel de Sing Sing, el 19 de junio de 1953. Habían sido arrestados en el verano de 1950, bajo los cargos de espionaje y por revelar el secreto de la bomba atómica a la URSS.
El mundo estaba, dividido, en plena Guerra Fría. Estados Unidos vivía, en ese entonces, en medio de una histeria casi colectiva contra el “peligro comunista”, impulsada y fogoneada especialmente por un oscuro senador, Joseph McCarthy, que logró una amarga celebridad persiguiendo “fantasmas rojos” por todo el país.
Fue McCarthy quien organizó y dirigió el Comité de Actividades Antiamericanas del Senado, desde donde lanzó la mayor operación de investigación, acoso y derribo de políticos, sindicalistas, intelectuales y artistas que tenían posiciones liberales o progresistas. Es en ese contexto, que rayaba con la paranoia, fueron arrestados los Rosenberg.
El juez Kaufman, que los sentenció a muerte, consideró que tales “actos eran más graves que un asesinato”. Poco importó que se montara todo un circo alrededor de ellos con denuncias, falsas, y presiones inauditas sobre testigos –especialmente sobre el hermano de Ethel–.
Tampoco interesaron las movilizaciones de millones de personas a lo largo y ancho de todo el mundo que reclamaban clemencia. Menos aún, que los dos hijos del matrimonio, Michael y Robert, de siete y diez años, fueran condenados a la orfandad tras la muerte de sus padres.
“Salvad a los Rosenberg”, fue la consigna que recorrió el mundo y en la que coincidieron desde científicos como Albert Einstein hasta artistas como Pablo Picasso o el mismísimo Papa.
El panorama internacional de la postguerra estaba marcado por la confrontación entre el comunismo y el capitalismo, entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
La URSS había probado su primera bomba atómica en agosto de 1948, y fijó la paridad nuclear frente a Washington, que las había estrenado el 6 de agosto de 1945 contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Un año después, en 1949, triunfaba la revolución popular en China con la mira puesta en la construcción del socialismo.
Los esposos Rosenberg, que tenían su origen en un grupo de familias judías y pobres de Nueva York, se habían afiliado al Partido Comunista en la década de 1930. Fueron, también, defensores de la España republicana, atacada por el fascismo internacional.
Ethel, en su última carta, dejó en claro que ella y su esposa fueron “las primeras víctimas del fascismo norteamericano”. Unas líneas después agregó, con convicción, sobre su matrimonio: “Seremos reivindicados por la Historia”.
Una multitud acompañó su sepelio.
Jean Paul Sartre fue quien dio una de las mejores definiciones sobre este caso, que en su momento conmocionó al mundo: “La ejecución de los Rosenberg es un linchamiento legal que mancha de sangre a todo un país”. Como contrapartida, la cara siniestra fue de Edgard J. Hoover, el director del FBI, quien insistió que el juicio a Julius y Ethel fue “uno de los grandes logros” de la agencia federal.
En un parque de La Habana, un grupo de ciudadanos, todos los años, les rinde homenaje, instando a no olvidar y condenar uno de los más vergonzosos actos de injusticia de la guerra fría.
En 1970, el FBI desclasificó una serie de documentos en los que se probaba que el juicio se trató de una gran farsa, donde quedaron muy mal parados la “democracia americana”, el Derecho y la Justicia. La Asociación Americana de Abogados, más tarde, también reconstruyó el proceso y concluyó que la pareja era inocente de los cargos que se les imputaban.
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