Me siento a escribir sobre mi bobe y me late el corazón de ansiedad por las ganas de contar y, a su vez, por la seguridad de que el arte de unir palabras nunca llegará a describirla del todo. Leike Ginisky, o Lija Gilinka, o Leike Kogan, o la lererque Leike es mi Bobe y nació en 1911 en Svencionys, un pueblo a 80 km de Vilna. Ahí pasó la Primera Guerra Mundial junto a sus cuatro hermanos, pudo ver a su padre volver del frente y ayudó a su madre en los quehaceres de una suerte de hotel en el que, a fuerza de necesidad, habían convertido la casa. En esa casa, abierta a la juventud, imperaba un solo mandato: estudiar.
Una noche, cuando Leike tenía 15 años, escuchó a mi zeide Tzalel Blitz (Samuel Kogan) dar una conferencia en la escuela que compartían y, desde ese día, no se separaron más (aunque es una forma de decir, porque en los centenares de cartas, cuidadosa y amorosamente guardadas por mi abuelo, ambos cuentan que después de estudiar en Toulouse pasaron más de tres años separados mientras él hacía el servicio militar en Bialistok, y ella trabajaba y vivía los sórdidos años treinta en París). Luego hay más cartas de cuando él llegó a la Argentina y ella lo esperaba en San Pablo, en la casa de su hermano. También del ansiado permiso de PROCOR (Sociedad de Ayuda a los Colonos Israelitas en la Rusia Soviética) que esperaban para volver a surcar el mar, e instalarse en ese paraíso comunista imaginario que era la República de Birobidyán en la URSS.
El 16 de septiembre de 1936, Leike desembarcó en el puerto de Buenos Aires, iba camino a Villa Domínguez, Entre Ríos, donde la esperaba “Mulke” (como ella llamaba a mi abuelo, Tzalel Blitz), administrador de las colonias de la JCA (Jewish Colonization Association – Asociación por la Colonización Judía). Tuvieron una hija, Marga, que falleció con siete años por una enfermedad. La tragedia familiar era aún más aguda con las noticias que llegaban de Europa: toda la familia había sido asesinada por los nazis en la masacre del Poligón y solo la hermana de mi zeide y su hija habían logrado escapar. En Entre Ríos habían nacido Marga y Máximo (mi papá), entre criaderos de gallinas, tormentas que volaban los techos y calles de barro. Un tiempo después, la JCA echó a mi abuelo (o se fue solo), acusado de “cabeza roja”. Llegaron a Buenos Aires y se instalaron a unas cuadras de la Plaza Irlanda. Al año nació Mírele, mi tía. Después de un tiempo en la colonia Julio Lewin, se instalaron definitivamente en Buenos Aires.
Como escribe muy bien Nerina Visacovsky:
Desde su llegada a la capital porteña, ambos se insertaron a trabajar en las áreas educativas y culturales que impulsaba el sector judeo-progresista adherido a la Idisher Cultur Farband (ICUF). Leike trabajó como maestra de las escuelas «Jaim Zhitlovsky» de Villa del Parque e «I. L. Peretz» de Villa Lynch. Desde 1953, dictaba las materias «Historia del Pueblo Judío» y «Literatura ídish» en el Mitl-shul (escuela secundaria complementaria a la educación oficial) y fue la primera directora de la colonia vacacional «Zumerland», en el verano de 1952. Se incorporó a los leien kraizn (círculos de lectura femeninos) que funcionaban en las instituciones, y a la OFI (Organización Femenina del ICUF), fundada en 1947. Desde el activismo femenino desarrolló una prolífica labor en la prensa judeo-progresista, en ídish y castellano. Fue responsable de las páginas femeninas de Di Voj (La Semana), Der Veg (La senda) y editora principal de la revista de la OFI, Di idishe Froi, editada entre 1950 y 1970.
Mi zeide fue director del Peretz durante muchos años y presidente del ICUF otros tantos más. Los dos escribían y educaban a la par, aunque solo mi abuelo editó varios libros que me gustaría leer (si me hubieran enseñado ese ídish que significa su patria). Sus amigos eran todos del ICUF y una de sus salidas preferidas era ir los domingos a encontrarse y a escuchar conferencias de los “Varshever” (varsovianos). Mi bobe era la que siempre me recibía en su casa con milanesa y papas fritas, la que venía a mi casa con una bolsa de golosinas, la que me contaba de los bosques de Lituania y añoraba sus días en París. Desde muy chica, yo sabía que mi bobe era “activista” y hoy siento que esa palabra bien la definía. Activista es muy distinto que militante: ella activaba con su casa llena de libros, con las conferencias, con los debates y con sus posiciones feministas y antifascistas en Argentina. Mi bobe era “la lererque Leike” y eso también la definía. Maestra de delantal blanco y dedos manchados con la tinta de lapicera.
En la casa de mis abuelos había un día que era más sagrado que cualquier fiesta religiosa: el 19 de abril, día del levantamiento del Ghetto de Varsovia. Ese día se esperaba más que el de Peisaj (festividad judía): se juntaba dinero, se vendían entradas, se preparaba el gran acto. Tengo decenas de fotos de mi zeide disertando, y solo tengo dos o tres de mi bobe frente a un micrófono y una audiencia de mujeres. Mi abuela, egresada de la École Superior de Comercio del Estado en Francia, era tan orgullosa de su título universitario como de haberse ido a vivir con mi abuelo sin estar casados (porque eran jóvenes y progresistas, pero también porque creían en el poder de las mujeres). A mi abuela le encantaban las palabras “progreso” y “muchachada”, como a ella le gustaba decir de “los jóvenes que cambiarían el mundo”. Yo sabía desde chica que “éramos comunistas”, que teníamos un amor conflictivo con Israel y que, a veces, “nos enojábamos” con el Partido. Entonces, de su casa llevo el mandato de los héroes del Ghetto de Varsovia, de Domingo Faustino Sarmiento y, también, de Rosa de Luxemburgo.
Nunca tuve una charla profunda con ella sobre la caída del muro, sobre la pérdida del ídish, sobre el cierre de las escuelas y, ¡lo que daría por recorrer con ella las calles de su París anhelada mientras hablamos de educación, ahora que la vida me puso a mí también al frente de una escuela! Mi abuela me amaba profundamente, y esa certeza es una de las bases más fuertes de mi vida. Me amaba y por eso me contaba con paciencia su forma de ver el mundo. En mi época de rebeldía adolescente, un día me senté en su cocina —la testigo de tantos tecitos con galletitas largas— y le dije: “Bobe, yo creo en Dios”. Su respuesta sería hoy algo así como el emoticón de carita amarilla con los ojos abiertos, redondos de asombro, desconcierto y desaprobación. Se sentó, se llevó la mano derecha al pecho y me lanzó desde el otro lado de la mesa —con su tono ídish—: “¿Por qué?” Yo no tenía respuesta y tampoco sé si la tendría ahora, pero en mi terquedad le retruqué: “Para vos, ¿quién fue Jesús?” Hizo ese silencio del que sabe ganada la partida, se irguió y mirándome a los ojos me contestó: “Jesús fue el primer comunista”.
Mi bobe se murió en el 2001 preguntándome qué pasaba con la “muchachada” en las calles. Un tiempo después, ya desarmando su casa, encontré un papel con su letra que decía:
Este no es momento para arrojar la toalla de los ideales. Hay que aprovechar las modificaciones y las correcciones y seguir proponiendo un modelo de sociedad que no sea necesariamente el capitalismo rabioso o estas socialdemocracias descafeinadas que, personalmente, creo que son pan para hoy y hambre para mañana. No pienso como algunos, que esta sea la situación histórica para arrojarse a adorar el becerro del capitalismo. No nos engañemos: se sigue muriendo mucha gente de hambre en el mundo. El mapa sigue dividido entre ricos y pobres. ¿Cómo vamos a ser ahora tan cínicos y tan estúpidos para considerar que eso ya no es así porque en algunos lados hayamos mejorado nuestro nivel de vida? De hecho, están apareciendo síntomas de la xenofobia, del racismo, de un señoritismo de derechas, que lo único que hace es preservar y difundir unos intereses económicos a costa de lo que sea. Esto nos empequeñece y nos hace mucho más mezquinos y peores. Pienso que aún estamos a tiempo de corregir las veleidades de nuevos ricos y entender las cosas de una manera más internacional. Es tiempo de que digamos las palabras que de verdad hacen falta. Tengo la sensación de que hemos perdido cierto poder de convicción porque a veces no hemos sabido contar bien lo que queremos.
Esa era mi bobe: la activista hasta último momento. La que tenía confianza en que todavía se podía mejorar el mundo. Por suerte, encontré también cuadernos en los que escribió sobre su vida. Yo le venía insistiendo para que dejara testimonio y, ¡ahí aparecieron!, sin que ella me lo hubiera advertido. Era un acto de amor hacia sus nietos y también hacia sus padres, y sentí entonces cómo la historia pende de un hilo, de una simple palabra escrita, una que puede ser descubierta en medio de la mudanza.
Hoy extraño su voz en el contestador: “Hola, habla la bobe.” ¡Como si esa pronunciación pudiera ser acaso de otra persona! Una vez, mi hermana Marina escribió:
Acabo de darme cuenta de que las bobes de ahora ya no tendrán ese acento tan particular. Esa mezcla aguda de castellano e idish, o castellano mezclado con idioma de inmigrante, que las hacía pronunciar a «modo de bobe» las erres y las eses. Es evidente, pero yo acabo de darme cuenta y no puedo dejar de sentir que se perdió algo, o que las bobes ya no serán nunca más «esas bobes» que nosotros tuvimos.
Leike nunca me preguntó si tenía novio, pero se puso contenta cuando le dije que estaba enamorada del
que hoy es mi marido y una de las últimas veces que la vi, me preguntó: “Y, ¿ya tenés pichones? Faltaban tres años para que llegara mi hija Clara quien, por supuesto, conoce todas las historias de mi bobe. Y porque soy la nieta de mi bobe, sé que a los pichones hay que alimentarlos para que un día abran sus alas y vuelen. Porque soy la nieta de mi bobe también quiero ser bobe, y sigo creyendo que hay un mundo mejor que nos espera si soñamos, si educamos, y si activamos.
que hermosos texto, felicitaciones y que se repitan
Gracias Gabriela por tu sentida palabras acerca de un ser excepcional e imprescindible
Tuve el privilegio de ser alumno de Leike. Cuando leía alguna publicación del icuf y la nombraban Lía Kogan me preguntaba si sería mi lererke. Quizás no es el lugar ni el momento de protestar por esa manía de castellanizar los nombres. También es un resultado de la progresiva pérdida del idish.
Recuerdo detalles que ella nos enseñó y un día me di cuenta por qué en algunos textos aparece «yidish».
También cuando nos contó cómo de un día al otro apareció con el pelo encanecido y de ahí en más siguió tiñéndose de ese negro azabache igual que sus lentes.
La sigo recordando lo mismo que al lerer Blitz.
No sabía que ella le decía «Mulke». Estoy casi seguro que es el diminutivo cariñoso de «Shmuel» (Samuel) => Mulke
Yo olvidé bastante vocabulario aunque puedo expresarme bastante. Me cuesta leer impresos en idish porque no reconozco muchas letras aunque sigo escribiendo en idish manuscrito (muy fea letra) letras de las canciones con su fonética y un intento de traducción. Las estoy recopilando.
Sólo lágrimas de emoción
Una belleza este testimonio. Felicitaciones a Gabriela por traer estos recuerdos con tanto detalle y cariño por sus orígenes. Y al CEDOB por este espacio tan necesario para recuperar la memoria y seguir proyectando futuro.
Miuy emotivo tu artículo y merecido recuerdo!En el mito shul del Zhitlovsky donde trabajé me recibí de lererque estudiando con la lererque Leike! También conozco a tu tía Miirele!Gracias por tan linda nota!