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La llegada de “Haimo” a la vida comunitaria del Teatro IFT, por Laura, la hija más grande
Papá siempre hizo lo que quiso. Actuó y recibió varios reconocimientos[1]. Partió feliz, aunque su cuerpo ya era pura falla durante el último tramo.
Para Isaac Haimovichi (1928-2015, Buenos Aires, Argentina), hijo de Rebeca Pucman, una rusa comunista, exiliada en el tiempo de los zares, y de Mauricio “Moishe” Haimovichi, un sastre rumano y anarquista que nos enseñó que las bolas de fraile y los vigilantes deliciosos de las panaderías habían sido creados por sus camaradas libertarios, la relación con el ICUF comenzó a fines de los años cincuenta, en el Teatro IFT.
Fue Manolo Iedvabni —destacado dirigente, dramaturgo y director en el Teatro IFT, entre otros— quien lo había elegido luego de verlo trabajar en Nuevo Teatro con Héctor Alterio, Alejandra Boero, Pedro Asquini, Augusto Fernández, Carlos Gandolfo y Agustín Alezzo (este último lo dirigió en Las brujas de Salem, en Mar del Plata.
De hecho, fueron nuestras primeras vacaciones familiares en la playa: papá iba, al caer el sol, al Teatro Auditorium a laburar).
Un día, caminando por las veredas de La Paternal, Manolo vio a papá detrás de una ventana mientras cortaba unas prendas en una sastrería: ¿No tenés ganas de venirte al IFT?, le preguntó.
Manolo trabajaba en la escuela del teatro de la calle Boulogne Sur Mer, una de las más importantes de entonces, con docentes muy prestigiosos. Isaac se entusiasmó, entró al elenco y se quedó unos cuantos años.
En palabras de mi hermana Irene,
El IFT [fue] su primer encuentro con el ICUF, institución de la que se sintió parte apenas pisó las baldosas del hall de ese bello teatro enclavado en el corazón del barrio de Once. Allí el teatro y allí el amor. Allí la militancia en el arte, la identidad que mezclaba la raíz judía con la comunista y, amalgamándolo todo, el sentimiento de pertenencia a esta Patria argenta.
Arrancó en el IFT con El diario de Ana Frank, donde compartió escena con Elita Aizemberg y Sara Aijemboim —la mamá de Raymundo Gleyzer, el cineasta secuestrado y desaparecido durante la última dictadura, quien se crió en ese teatro, como mis hermanas y yo—.
Fue a fines de los cincuenta cuando Isaac conoció a Martha Spivak (1938, Buenos Aires, Argentina), mi madre, la más linda de las alumnas de la escuela. Ella venía del Teatro Municipal de Morón, admiraba al “Gordo” Haimo, como todos llamaban a mi papá —que hasta entonces usó el seudónimo Pablo Rivera—, por su talento actoral y su carisma.
Ambos coincidieron en una fiesta donde bailaron toda la noche y, entre cortes y quebradas, algunos twists, temas de jazz, charlas sobre «el método» (Stanislavski) y amigos en común, se enamoraron. La relación se afianzó; decidieron vivir juntos en Haedo. Un año después, en septiembre de 1960, se casaron. La despedida de solteros se celebró en el segundo piso del IFT, con guirnaldas.
La militancia y el arte confluyen en el “Haimo”, por Marcela, la hija más pequeña
Cuando tres pasitos míos alcanzaban su paso gigante.
Cuando de Haedo a Once, al compás del ferrocarril Sarmiento, papá me enseñaba cada estrofa del tango Mi noche triste (“Percanta que me amuraste/ en lo mejor de mi vida”).
Cuando la Pizzería “Belén” era “León Paley”, en Boulogne Sur Mer y Corrientes, a mitad de cuadra de esa misma calle, en el teatro IFT, fui la pequeña hija, la menor de tres mujeres, del anfitrión de un ritual: cada 19 de abril, Isaac recibía a quienes se reunían para conmemorar el Levantamiento del Ghetto de Varsovia. “Quienes lo escucharon recitando en esos actos, no se olvidan de aquella voz suya, que todavía me acaricia en el recuerdo”, evoca Irene, mi hermana del medio.
Ese acto unía distintos espacios que en mi niñez eran la prolongación de nuestra casa: el patio de juegos en el Centro Israelita (CIR) de Ramos Mejía —que después fue el CER de Villa Crespo—, la colonia Allá lejos en Mercedes, Zumerland, y el IFT, nuestro salón de fiesta, y teatro. Eso para mí era el ICUF.
En el Teatro IFT, Haimo como actor fue, entre otros, pirata, rey y el Marqués de Sade. En palabras de mi hermana Irene:
Papá era enorme. Papá se escribe con mayúscula. Su enormidad no se debía a que fuese especialmente alto; Papá era enorme cuando se paraba en el escenario, su presencia escénica expandía aquel cuerpo hasta ocuparlo todo, incluso en el silencio, incluso de espaldas al proscenio.
Y no les cuento cuando emitía su voz, esa voz lo llenaba todo, cubría todos los espacios, era aire en el aire, era viento, era ternura y enojo, era grito, era su puño alzado desde el corazón, su puño izquierdo. Él en el escenario y sus tres hijas, Laura, Marcela y yo, y su sobrina Silvana, repitiendo cada verso como un eco desde la platea del teatro IFT.
Pero al Teatro IFT llegó un abril en el que no pudo ir. Entendí, en aquel tiempo de mediados de los 70, que el Partido Comunista había dicho que era peligroso para él, que lo estaban protegiendo, y él tan triste… y él tan generoso, amorosamente desde bambalinas acompañó y guió a un muchacho que lo reemplazó.
No sé si otro abril lo encontró en el IFT, solo sé que hoy lo recuerdo frente a una platea icufista que lo reconocía por su compromiso, su presencia, su puño izquierdo cerrado, su amplia sonrisa y su inconfundible voz, que hacía que quien lo escuchara dijera: “Ese es Haimo”.
El CIR de Ramos Mejía y el IFT unidos por la cinta de acero de los rieles del Sarmiento, por Irene, la hija del medio
Desde el Teatro de la calle Boulogne Sur Mer, de la mano de Marthita, que es decir del amor, llegó al Oeste conurbano y al CIR. Como en el IFT, su integración fue portadora de aquello que era: un hombre de escenarios.
Viene a mí el CIR, nuestro Kinder Club de Ramos, donde cada uno tenía su lugar en la urdimbre colectiva, donde nadie era más que nadie y las tardes de sábado nos encontraban compartiendo el mate cocido con galletitas.
Allí se convirtió en el presentador oficial de cuanto acto, recital, actividad artística hubiese. También fue el oído dispuesto a escuchar a tantas y tantos compañeros, el abrazo fuerte y afectivo para contener el dolor, la risa compartida en las alegrías.
En el escenario al aire libre, que hacía de fondo a la canchita donde los pibes jugábamos al fútbol o al delegado, su voz nos anunció la presencia de la Negra Sosa, el Quinteto Tiempo, César Isella. Recuerda mi hermana Marcela que
poder verlos, tenerlos tan cerca, después de escucharlos una y otra vez en el Winco de casa, me hizo creer que papá era un mago con traje a cuadritos, corbata y, bajo su brazo, un sobre de cuero lleno de poemas, de los cuales el que más recuerdo decía “Una montaña de zapatitos de pibe”, Zapatitos de Juan Gelman.
Todos cantamos con ellos, un coro sin director que entonaba estrofas de revoluciones, hombres nuevos, luchas inclaudicables.
Los presentes, los activistas, temo olvidarme de algunos porque la memoria me es esquiva, y allí Grushka, Bardaj, Drucaroff, Rascován, Marasas, Spivak, Treguer, Sommer, Sposato, Hofman, Szock, Jacubovich, Kogan, Rozengardt, Kordon, Piterbarg, Feibrum, Kraizer, Lejtman. Y tantos más.
Tal vez ese Oeste era su lugar en el mundo, el Oeste y los escenarios, unidos por la cinta de acero de los rieles del Sarmiento. Papá sentado en las butacas de cuerina verde del vagón, con el libreto de la obra abierto en alguna página, a contramano de quienes regresan del trabajo va hacia un nuevo personaje, apropiándose de él durante el viaje. El escenario del IFT lo espera, siempre lo espera.
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[1] Además de reseñas estimulantes y aplausos miles: la legislatura de la Ciudad de Buenos Aires lo premió con el Trinidad Guevara, en el Congreso Argentino recibió el Pablo Podestá a la trayectoria honorable y, por su papel en Recuerdo de dos lunes, dirigido por Agustín Alezzo en Andamio 90, le otorgaron el Florencio Sánchez.
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