Cuando de marzo a diciembre íbamos a la escuela las nenas con las nenas y los nenes con los nenes; cuando unas tenían costura y, otros, carpintería en el taller de actividades prácticas y, a la tarde, unas estudiaban piano o a ballet, y otros jugaban al fútbol o al básquet, ¿cómo hacíamos para contar —pero, sobre todo, para que te entendieran— qué era Zumerland?
Que iríamos y allí jugaríamos deportes mixtos, que bailaríamos de la mano de otrx, que entraríamos juntxs a la pileta, que nos espiaríamos en los vestuarios, que los muchachos se bordarían su boina y las chicas cargarían el peso de la mochila compartida…
Y no solo había madres y padres que te dejaban ir, sino que te estimulaban a ello porque era importante para tu formación; que hacían un esfuerzo económico para pagar porque era caro pero vos volvías feliz, con nuevas y distintas experiencias de la colonia y para la vida, y descontando los días para armar el bolso nuevamente.
¿Cómo hacíamos para describir —y que otrx pudiera imaginar— que en diciembre, enero o febrero te subías a un micro con nenas y nenes de tu edad, pero también más grandes y más chicxs, con maestras y maestros sin guardapolvo —algunos hablaban en idish— y te ibas lejos, allá lejos en Mercedes[1], por veinte días, para vivir como hermanxs, en la colonia Zumerland[2], y dormías al lado de tu amigx, te hacías la cama y volvías, sin tenerle miedo a la noche aunque mamá y papá estuvieran lejos, y que todo era aprendizaje?
¿Cómo hacías para se pudiera creer que en los 60 te dejaban ir a “una de esas noches de fogón y guitarras y, ¿por qué no? de amor y de playa”[3], que se lo podías contar a lxs amigos, a lxs maestrxs y que, además, eso se consideraba una oportunidad de crecimiento y que, si te animabas, se lo podías decir a tu mamá y a tu papá?
¿Cómo habrán imaginado activistas y pedagogxs el proceso para llegar a que las chicas cavasen zanjas alrededor de las carpas y los muchachos pusiesen la mesa y preparasen leche con chocolate, y pan con manteca y dulce de leche?
¿Cómo habrá sido la transición para pasar, en el campo, de los vestidos de calle de las maestras de los 50 a los pantalones, luego a los bombachudos de los 60 que dejaban las piernas al aire pero no marcaban la cola, más tarde a los shorts y, por fin, a las calzas?
¿Cómo se habrá llegado a discutir e implementar —o no— la “dormida” en carpas mixtas, el bañarse juntos en el lago, el pasar una noche en una brigada bajo las estrellas, apostando a la autonomía, al cuidado y al respeto?
¿Cómo se habrán tramitado deseos, prejuicios, temores, expectativas, consideraciones sobre la educación, la sexualidad, las relaciones interpersonales, la infancia, la adolescencia, los cambios sociales? ¿Cuánto habrá habido de propio y deliberado, cuánto de permeabilidad cultural?
¿Cuánto —nos preguntamos con el lenguaje de hoy, con el pañuelo verde todavía atado a la mochila, aunque ya se aprobó la ley de IVE y es obligatoria la de ESI— puede haber incidido algo que ahora llamamos perspectivas de género?
¿Cómo habrán impactado en la evolución del proyecto pedagógico —que sin dudas era ideológico— los relatos sobre los círculos de pioneros, las imágenes de mujeres manejando tranvías en la URSS, la foto de Valentina Tereshkova volando al espacio; luego, las de muchachas armadas en las milicias cubanas? Y también, ¿cómo operaron los talleres de sexualidad para adultos y para adolescentes, la formación de los propios docentes, la lectura de la Escuela para Padres de Eva Gibertti y Florencio Escardó?
Muchas más preguntas; solo algunas hipótesis que muestran que todo fue una construcción en la que se mixturó algún conocimiento, alguna información que venía de lejos —de las colonias infantiles de los países del campo socialista, de la literatura innovadora, de las experiencias de la pedagogía de la liberación, del paso del activismo a una perspectiva más académica—, algunas convicciones ideológicas, algunas dudas, mucha intuición y algo de permeabilidad.
Pero no todo fue lineal ni, mucho menos, sencillo. Tampoco “idílico, recibimos una educación muy intelectualizada, muy estructurada”[4] y, muchas veces, “las emociones estaban guardadas y no podíamos disentir”[5]. Hubo abrazos en el fogón —estaban “bien vistos”— y, a la vez, debates acalorados —y hasta reprimendas—ante contactos físicos entre chicas y muchachos en el tiempo destinado al trabajo, o ante la escapada clandestina de una pareja atrás de una carpa.
Hubo un tiempo de mamás de turnos (nunca papás) que ayudaban en la cocina, en la enfermería, en la ropería, que maternaban, y hubo señores (casi sin señoras) que tomaban decisiones económicas, edilicias y políticas. Unas y otros hacían política, ponían en juego posiciones ideológicas y apostaban como podían a experiencias de democratización.
Hubo —seguirá habiendo—, como en la vida misma, muchas contradicciones pero hubo, sin lugar a dudas, expectativas por algo diferente y consideraciones diferentes también sobre el lugar de la mujer. Por eso nuestras pibas, acompañadas por nuestros pibes, se pintaron la cara y el pelo de verde, se ataron el pañuelo, hicieron las vigilias y, también, reclamaron derechos en la palmera.
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[1] Canción anónima.
[2] Canción anónima.
[3]Aguilar, Luis. Testimonio escrito, 2000. En Diamant, A. y Feld, J. (2000) Zumerland. Proyecto, memorias. Ediciónes CER. Buenos Aires.
[4] Alcira Jesiotr. Testimonio escrito 2000. En Diamant, A. y Feld, J. (2000) Zumerland. Proyecto, memorias. Ediciónes CER. Buenos Aires.
[5] Alcira Jesiotr. Testimonio escrito 2000. En Diamant, A. y Feld, J. (2000) Zumerland. Proyecto, memorias. Ediciónes CER. Buenos Aires.
Gracias por hacerme recordar un verano del 57, mi primera vez en Zumerland, y eso es lo que impacto en muchos de nosotros y donde nunca nos avergonzo cambiar un pañal, barrer, planchar o entender que no es cosa de hombres y mujeres sino de seres humanos. Lo unico…. no estaba en Mercedes, estaba en Gowland del otro lado de Kinderland y «la pulperia»