La Buenos Aires finisecular era como una Babilonia y entre la comunidad judía, que por entonces llevaba pocos años en la ciudad, había algunos hombres dispuestos a convertirse en los periodistas que podrían escribir los periódicos que todos estaban ansiosos por leer. Hasta 1898, los judíos asentados aquí (la mayoría, venidos de Rusia) podían hojear alguna prensa como Di Yiddishe Gazetten, de Nueva York, o Yiddisher Express, de Bruselas. Eran periódicos que llegaban con meses de retraso a la tienda de un hombre llamado Gedalia Shizler, que también ofrecía sidurim, majzorim, jumashim, tzitzit y tefilim. En ese tiempo, el primero que hizo un periódico ídish en Buenos Aires fue Mijl Hacohen Sinay: creó Der Viderkol en marzo de 1898. Die Volks Stimme, la siguiente publicación, apareció el 11 de agosto de ese mismo año y continuó saliendo hasta 1914. Fue obra de Abraham Vermont.
¿Quién era Vermont? Un “periodista salvaje” y un “periodista del caos”, según lo describe Pinie Katz en Tsu der geshijte fun der idisher dyurnalistik in Argentine [Apuntes para la historia del periodismo judío en la Argentina]. Este es un libro que Katz publicó en ídish en 1929, y cuya traducción al español presentaremos en 2021 con Ediciones del Empedrado (casi cien años más tarde, cosa que no por evidente debemos callar). En 1946, el libro fue publicado como el quinto volumen de las obras completas de Katz, editadas por el ICUF en nueve tomos, en 1946, bajo el título de Geklibene Shriftn [Escritos selectos].
El libro de Katz muestra en toda su humanidad a los pioneros de la prensa ídish en Argentina; la mayoría (o quizás todos), ya olvidados. Por ejemplo, Abraham Vermont, que fue uno de los animadores más controvertidos de su tiempo y también, según nos dice Katz, uno de los que le dio al periodismo judío argentino “el primer tono”. Shmuel Rollansky, que fue director del IWO, coincide: “Abraham Vermont fue el primer periodista que hizo un periódico sensacionalista argentino”.
Para su vida cotidiana, Vermont necesitaba apenas dos cafés por día —dice Katz— y dormía en una piecita muy oscura adonde extendía diarios como sábanas para taparse. Pero Vermont no fue un héroe inmaculado que dio todo por la causa de la prensa, sino más bien un diablillo pícaro que también se metió con los problemas personales de la gente, con las intrigas y los chismes. “Para él era tan fácil alabar a alguien en su periódico como insultarlo de la peor manera al día siguiente”, escribe Katz. También se decía que estaba metido en el asunto de la trata de mujeres, muy grave entre los judíos de esa época. Katz no lo cree. De hecho, Vermont publicó apasionantes reportajes y denuncias contra los rufianes. Sus claroscuros, a veces admirables y a veces tragicómicos, son los que lo hicieron humano. Como los periodistas de carne y hueso. Es hora de recordarlo.