En sus descarnados testimonios, Jonas Turkow retrataba a los niños del Ghetto como “adultos pequeños”, héroes que con valentía ponían en riesgo su vida y sorteaban decenas de dificultades para escabullirse por pequeños huecos entre los muros del Ghetto y traer algo de comida: un pedazo de pan, unas papas, un puñado de azúcar. A cambio, vendían ropas u otras cosas que de nada servían ya cuando el confinamiento se había transformado en enfermedad, hambre, muerte y desolación para medio millón de personas.
A esos niños, que salían del Ghetto disimulando no ser judíos y arriesgando su vida, los llamaban “los pequeños contrabandistas”. Las condiciones eran tan terribles que cada uno, no importaba su edad, asumía las responsabilidades como un verdadero adulto. Escribía Turkow: “los niños del Ghetto demostraron instintos sobrenaturales y una mentalidad ausente en un niño bajo condiciones normales de vida, eran niños que envejecieron antes de tiempo” (1976: 6). Entre las tantas desgarradoras situaciones de las cuales el propio Turkow fue testigo, hay una que nos conmueve profundamente y citamos a continuación:
“En enero de 1943, mientras estaba oculto con un grupo de personas, percibí el llanto de un niño proveniente del exterior. Me acerqué con cuidado y pude ver, en la calle, un cochecito de bebé a cuyo lado se encontraba una nenita de escasos tres años, sentada en el cordón de la vereda y hamacando el cochecito dentro del cual un bebé lloraba desconsoladamente. Ambos habían quedado abandonados después de que los nazis se llevaron a sus padres. Empezó a nevar, y la “madrecita de tres años” no dejaba de mecer el cochecito. De tanto en tanto, limpiaba la nieve del rostro del bebe. Yo nada podía hacer por ellos, porque apenas me asomaba a la calle pasaban las balas sobre mi cabeza. Quienes se encontraban conmigo, también desesperados con esa imagen, escuchábamos el fuerte llanto del bebe, y entonces tomamos una decisión: apenas oscureciera, trataríamos de acercarnos y llevarnos esos niños con nosotros, y para evitar que los nazis nos escucharan, llevaríamos una botella de té caliente, porque ya para ese entonces, no había leche en el Ghetto.
Al caer la tarde, silenciosamente, nos deslizamos hasta donde se encontraban las criaturas. Para nuestra desgracia, la luna brillaba esa noche como un reflector en el cielo. Los gendarmes escucharon el chirrido del portal y empezaron a disparar en nuestra dirección. El bebé, aparentemente dormido, se despertó sobresaltado y comenzó a llorar nuevamente. La pequeña, que también había empezado a cabecear, despertó e intentó cubrir el cochecito con sus pequeñas y descarnadas manos, como queriendo protegerlo del peligro, y también de nosotros.
En esa época terrible, los niños habían desarrollado un extraño sentimiento: en cada adulto desconocido, no importa quien fuese, veían a un enemigo y esa fue la reacción de la madrecita de tres años. Así que, en el medio de las balas que tiraban, no pudimos llevarlos. Alcanzamos a dejar la botella de té con unos terrones de azúcar y no tuvimos más remedio que correr de nuevo hacia el refugio.
A la mañana me acerqué al portal para ver qué había pasado con ellos y allí estaban en el mismo lugar: la madrecita sentada en la fría vereda y el bebe en su cochecito. Ya no lloraba, había llegado al límite de sus fuerzas y también estaban el té y el azúcar en el mismo lugar, sin haber sido tocados. La pequeña, mecánicamente, mecía y mecía el cochecito, a pesar de que ya no tenía sentido. Al atardecer, desaparecieron.” (1976:9)
Esas historias dramáticas de niños son miles: héroes y mártires. Después de 78 años, el Levantamiento del Ghetto de Varsovia nos muestra el horror y la tragedia más amarga perpetrada por el ser humano, pero también la solidaridad y la valentía encarnada en los combatientes que lideró Mordejai Anielewicz y en cada “héroe anónimo”: los maestros que organizaron escuelas para seguir enseñando, los músicos que siguieron tocando, los artistas que siguieron creando, los “pequeños contrabandistas”, la “madrecita de tres años”, o en miles como Jonas Turkow, quien atravesó las balas de los nazis para intentar salvar a esos niños. Cada víctima que luchó cada día con heroísmo, como pudo.
Hoy más que nunca debemos recordar a todos esos combatientes del Ghetto de Varsovia, rescatar sus valores colectivos, transmitirlos a las nuevas generaciones. Porque hoy, más que nunca, cada acción solidaria por la vida contribuye a forjar una sociedad más justa y humana.
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